Una carta personal sobre la literatura, la fantasía y la amistad
Puede parecer que ya se ha escrito todo lo que se puede contar sobre la obra y vida de John Ronald Reuel Tolkien debido a su vasta influencia y contribución al género fantástico tal como lo conocemos hoy. Esto se debe a la elogiada trilogía cinematográfica del director Peter Jackson y a la reciente y polémica serie de Amazon. Si eres gamer, también lo conocerás por los videojuegos. La obra de Tolkien ha sido cubierta por la prensa y las redes sociales en los últimos años en repetidas ocasiones y reinterpretada en diferentes formatos, con más o menos aceptación por el público.
Sin embargo, este artículo no trata sobre el legendarium que nos dejó el profesor de Oxford, o del futuro de su obra, sino de una parte importante de mi vida. Trata sobre cómo la literatura, y un libro en particular, facilitó que conociera a mi pandilla de amigos en una sociedad donde imperan las relaciones superficiales basadas en favores e intereses.
No sería justo de mi parte omitir la influencia de mi hermano en la literatura. Para ello, debemos retrotraernos a la década de los noventa. Mi hermano, siete años mayor que yo, estaba rodeado de libros y de visitas mensuales de vendedores de libros del ya extinto «Círculo de Lectores» durante toda su adolescencia. Desde muy joven, he tenido los libros presentes como un objeto funcional de evasión,— o huida, como diría Tolkien en su ensayo sobre los cuentos de hadas—, y no han sido mera decoración estéril encima de las estanterías. Recuerdo a mi hermano con un libro en las manos, montañas de cómics encima de la mesita de noche o pasando las páginas de alguna novela mientras almorzaba. Pero había un libro en particular que se repetía una y otra vez, al cual él siempre recurría. En su portada violeta se leía el título: «El Señor de los Anillos» de J.R.R. Tolkien. Ese libro para mí poseía un aura especial entre todos los demás.
Si eres de la generación Z, debo aclarar que los finales de los ochenta y principios de los noventa no se asemejan en nada al concepto nostálgico que nos vende la serie «Stranger Things». En el barrio vestíamos con ropa de propaganda, teníamos los dientes torcidos, y el único ocio bien visto para unos niños malagueños de diez años de entonces era el fútbol o el judo; para las niñas, era la gimnasia rítmica o el flamenco. Los menos afortunados dedicaban su tiempo libre a la delincuencia. Todo lo que se salía de eso era considerado raro, ya que el término «friki» no existía. Así que leer cómics o novelas fantásticas te hacía ser una rara avis. Desde siempre, la lectura ha sido el pasatiempo de unos pocos.
Es cierto que la pulsión natural de los niños es querer ser como los demás, pero a mí jamás me atrajeron los deportes colectivos ni la competencia. Sin embargo, me gustaba dibujar y leer los tebeos que mi hermano dejaba por accidente a mi alcance.
Nunca entendí completamente la trama de esas historias con pocas páginas en color, pero sabía que lo que leía era algo grandioso. Ahora no hace falta explicar qué son Marvel o DC, qué es un mutante o un superhéroe, pero hubo un tiempo en que sí era necesario explicarlo, ya que esas editoriales no tenían la fama de hoy en día.
Cuando cumplí diez años, después de pasar desde los siete u ocho años preguntando a mi hermano de qué trataba «El Señor de los Anillos», finalmente me prestó «El Hobbit«. «Ya tienes edad para leerlo. Esto es lo que sucede antes de ‘El Señor de los Anillos’, empieza por aquí», dijo, lanzando el libro sobre mi cama. Aunque no fue el primer libro que leí, fue el primero que llenó mi cabeza de magos, magia, enanos, dragones, orcos, elfos y otras criaturas. Fue el encuentro con “La maravilla”. Pero lo peor de todo era que no podía compartirlo con nadie, o eso creía.
Muchos días después, en el patio del colegio, no un patio agradable, limpio y sin charcos, ni un patio grande con hermosos árboles. Sino un patio de un barrio humilde donde predominaba el hormigón, los envoltorios de los bollycaos y los niños peleándose.
En ese tipo de patio de colegio había un alumno llamado David Mena, y aunque no habíamos hablado mucho, surgieron de la nada las palabras «agujero hobbit», y eso fue lo que inició lo que sería la inesperada relación de amistad que tendría con él y con los que estaba por conocer en los próximos años de mi vida.
Fascinado de que otro niño, aparte de mi hermano y yo, supiera qué era un «agujero hobbit», supuso una gran alegría que perduró en el tiempo.
Por primera vez, sentí una conexión con otra persona de mi edad. Al día siguiente, estuvimos hablando de Bilbo Bolsón y La Comarca, y comenzamos a compartir durante las clases de Dibujo, ilustraciones de dragones, elfos y gigantes. Y los lunes por la mañana, nos enseñabamos las ilustraciones que habiamos hecho durante el fin de semana. Paisajes de un mundo salvaje, de columnas de piedras y rios de agua clara con el que navios zarpaban a mares prohibidos por los dioses.
No pasó mucho tiempo antes de que David me presentara a sus vecinos Juan Carlos Arias y Juan José Buitrago. Ambos, por supuesto, habían leído «El Hobbit» y también conocían a los superhéroes y a los mutantes, y hablábamos sobre ellos durante horas en unos bancos de hierro en una urbanización privada donde crecimos.
Cuando teníamos la oportunidad íbamos a la papelería del barrio y comprábamos algún cómic al azar de Spiderman, X-Men o cualquier cosa que estuviera disponible para continuar nuestras conversaciones y ver con detenimiento aquellos dibujos.
Sin embargo, ellos, mis ya mejores amigos, no habían leído «El Hobbit» porque se lo había prestado su hermano mayor sino porque lo habían tomado prestado de la biblioteca municipal. Así que fue con ellos con quienes realicé mis primeras visitas a la biblioteca. Un lugar desconocido para mí. Desde entonces, fue allí donde pasábamos nuestras tardes buscando ilustraciones de Alan Lee, John Howe, Hildebrandt o Ted Smith, o descubriendo a otros autores como Stephen King, Lovecraft o los fabulosos «Aventuras sin fin» de Dungeons and Dragons.
Ahora entiendo las palabras de Ray Oldenburg sobre la importancia de los espacios públicos no domesticados para la interacción social, acuñado por él mismo como el «tercer lugar». Estas son zonas donde las personas pueden reunirse e interactuar fuera del hogar y el trabajo. Estos lugares son escasos en la sociedad actual, ya que cada vez hay menos bibliotecas, plazas, parques y avenidas ajardinadas.
Los expertos llaman a esto «La España de asfalto», donde predominan los hoteles, megaedificios y macrourbanizaciones. Como resultado, nuestras relaciones humanas se limitan a centros comerciales, lugares diseñados para gastar dinero, edificios donde la acción primaria es meramente transaccional. Vivimos en una sociedad de mercado y no de encuentro. Incluso el simple acto de «pasear» se ha convertido en «transportarnos», ya no se valora el recorrido. Estamos perdiendo la oportunidad de vagar y contemplar la vida en pos de la eficiencia del tiempo.
Tuve la suerte de que, en mi infancia, la ciudad aún estaba por desarrollarse; aún quedaban campos de cañas de azúcar y terrenos baldíos para jugar y vivir aventuras. Tampoco teníamos actividades extracurriculares ni teléfonos móviles. Éramos libres y teníamos imaginación. El tiempo «antes» parecía tener más minutos. Todo un lujo. Puede parecer que éramos los típicos «perdedores», losers de la narrativa estadounidense, pero en realidad éramos los «visionarios». Éramos soñadores que predijeron que las historias que consumíamos se convertirían en las películas o series de las que todo el mundo hablaría treinta años después.
Más allá de predecir el entretenimiento masivo del futuro, estas historias nos ayudaron a protegernos del mismo barrio, de las dificultades de las familias desestructuradas, la pobreza y la droga. Leer, prestarnos cómics, ir a la biblioteca, explorar lo que nos rodeaba con libertad y hablar de Tolkien nos distrajo de la miseria que nos rodeaba. Pero no solo nos evadió, también nos cultivó como seres humanos.
No puedo omitir, como testigo de las nuevas generaciones y habiendo vivido la transición de lo analógico a lo digital, la falta de contacto humano debido a la prevalencia de la tecnología. En palabras de Zygmunt Bauman, «La tecnología digital ha simplificado enormemente el acto de comunicación, pero a costa de debilitar su capacidad para establecer y mantener relaciones sólidas y confiables».
Me pregunto si hubiera sucedido lo mismo si mi hermano en lugar de sostener un libro hubiera tenido una tablet; ¿habría sido lo mismo para mí? ¿O si en lugar de ir a la biblioteca a buscar dibujos y libros nos hubiéramos enviado un archivo ZIP de imágenes jpg? ¿Qué habría pasado si nos hubiéramos «ahorrado» horas de conversaciones, charlas y reuniones en aquellos bancos después de clase por videollamadas?¿Hubiera sido lo mismo?
Hoy veo a niños salir de la escuela para asistir a actividades extracurriculares. Niños estresados, con niveles de autoexigencia propios de un adulto para lograr un mejor rendimiento y calificaciones altas en las asignaturas, con la esperanza de tener un futuro exitoso según los padres modernos.
¿Qué éxito? si les están robando el tiempo para que un niño coja un palo y lo convierta en una espada, si no les permiten soñar y tener esa herramienta intelectual para sanar momentos insatisfactorios y deseos inconclusos que la vida inevitablemente les traerá. La fantasía nos ayuda a sobrellevar muchas batallas futuras en momentos difíciles, y es la fantasía, no el rendimiento laboral ni las notas académicas lo que nos protege de la cruda realidad.
¿Qué éxito? si les están robando el tiempo para que un niño coja un palo y lo convierta en una espada, si no les permiten soñar y tener esa herramienta intelectual para sanar momentos insatisfactorios y deseos inconclusos que la vida inevitablemente les traerá. La fantasía nos ayuda a sobrellevar muchas batallas futuras en momentos difíciles, y es la fantasía, no el rendimiento laboral ni las notas académicas lo que nos protege de la cruda realidad.
Es innegable que las nuevas formas de conexión entre las personas en la actualidad son las zonas virtuales, sin necesidad de un espacio físico ni contacto humano real. Esto está provocando una rápida deshumanización. Como defiende Sherry Turkle, «La conversación cara a cara es la forma más antigua y transformadora de comunicación, donde aprendemos a ser seres humanos y a ser comprendidos». Conversar implica movimiento, ya que etimológicamente, «conversar» deriva de palabras que significan «dar vueltas en compañía», muy alejado de escribir en un chat o mantener una conversación remota en una plataforma desde tu habitación.
Pero este texto no es un ataque a la tecnología, sino una reflexión compartida sobre cómo serán las relaciones en el futuro en esta ilusión de convivencia e inmediatez que apenas deja espacio para el descubrimiento, el recorrido y la compañía. Nos estamos convirtiendo en una sociedad que se satisface desde un dispositivo. Una masa inmóvil e infértil.
Esta masa consume material fantástico sin esfuerzo desde una pantalla, pero no experimenta los beneficios que se obtienen al sumergirse en la literatura, al involucrarse plenamente, o al menos es lo que pienso. No soy nadie para decir que mi infancia es mejor que la de los niños de hoy, posiblemente simplemente sea diferente. Pero sí puedo decir que fue mágica en todos los sentidos. Y la magia, al igual que en la Tierra Media, se va extinguiendo como una vela.
Quizás pertenezco a otra ‘Edad’ y puedo testimoniar que una vez hubo libros que encendieron la fantasía de nuestras mentes y unieron para siempre a chicos de barrio treinta años después. Veo a mi hija, y me pregunto si para ella la literatura tendrá ese componente mágico como lo tuvo para mí, que hizo encontrarme con mis mejores amigos, visitar otros mundos y emprender aventuras aún cuando la vida se presenta tediosa y en ocasiones horrible.
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